Encontrábame yo la italiana isla de Murano visitando,
sus soberbios trabajos de orfebrería vidriera admirando,
cuando mis ojos, embelesados, con la más impactante obra de arte dieron
y un increíble colibrí de bellísima factura descubrieron.
¡Inaudito me pareciera que tal belleza de manos humanas salir pudiera!
Errado no estaba, pues artesano alguno aquel prodigio no hiciera,
y al más alto Creador atribuir debemos tal perfecta factua hechicera.
Mas comencemos las cosas por la primera:
Entre plantas y plantas, salas y salas, anaqueles y anaqueles de obras maestras,
una exótica ave colorida mi admiración atrajo y este servidor de embeleso dio muestras.
¡Tales delicadas formas, tan detallados acabados, semejante armonía de conjunto... poder admirar!
Sin aliento me dejó, sin palabras para expresar, y mis sedientos ojos no podían más que mirar y mirar!
Pero mi maravilla, mi deleite y mi sorpresa, en vez de ayudar
más bien lleváronme a aquel ensueño hacer peligrar,
pues, en cuanto a dicho portento, motivado, quíseme acercar,
el avecilla, alocadamente, echose a volar.
Tal era su agitación al alzar el vuelo,
que su acción me creó enorme desconsuelo,
ya que, en cuanto el animal abandonó su suelo,
batió y golpeó, frenéticamente, todo, con gran revuelo.
Temeroso yo de que la criaturita, con tales chocares, quebrarse pudiera,
además de que, por ende, innúmeras obras tristemente rompiera,
detuve mis pasos y quedé bien quieto, asustado.
Hasta mi aliento retuve, tanto que casi perezco ahogado.
El ave, tal vez cansada, apaciguose lentamente,
de tal suerte que sus revuelos fueron cesando,
pero, en ese instante malhadado, di un paso reculando,
con tan mala fortuna que el ser recomenzó su danza batiente.
Paralizado quedé de nuevo con buen juicio,
no queriendo causar, a aquella cosita, ningún perjuicio.
El volátil, de nuevo, calmose poco a poco,
de tal suerte que ralentizó enormemente su peligroso ritmo loco.
Así que, de una minúscula criatura, me encontré preso,
sin moverme poder, ni aún respirar en exceso.
Sin saber qué hacer, desasosegado, algún sonido debí de emitir,
con lo que, el ave, de sus alas interrumpió el batir.
Cuál fue mi sorpresa al ver que el animalillo gustaba
de lo que mi de boca, de forma dulce, brotaba.
Hablé y hablé, entoné cantos y aires, glosé y declamé versos,
de forma que desaparecieron del todo sus movimientos diversos.
Pero si mi boca en su emisión cesaba,
el pequeño colibrí los espasmos recuperaba,
así que vime, allá, durante largas horas encadenado,
por el pequeño ente que me dejaba maravillado.
No sabía qué hacer, aproximarme no podía,
distanciarme tampoco, ¡Qué ironía!
Si enmudecía el avecilla se turbaba,
así que proseguí sin callar, ni tan solo para tragar baba.
Una sola idea prendió mi mente:
salir de aquella situación lo mas felizmente.
Dejar que oscureciera era la salida
para poder, con cuidado, recuperar y liberar aquella dulce ave dolorida.
No queriendo chocarla...
No queriendo cercarla...
Pero deseando tocarla,
tamaña maravilla, para calificarla
y en mi mente, a fuego y para siempre, calcarla.
Horas me llevó el plan, mas eso mismo hice,
en cuanto la noche dejó caer el manto que el anonimato bendice,
al diminuto ente me acerqué y lo así dulcemente,
con un contacto tan exquisito que casi torno demente.
Con él en el cuenco de mis manos preso
salí, con sumo cuidado, y sin cometer ningún exceso,
pese a no haber jamás realizado tamaña gesta,
caminé durante horas hasta la más cercana floresta.
El pajarillo, entretanto, no realizó el mínimo gesto,
nada daba a entender que en mis manos sintiérase molesto.
Así, a punto de desfallecer y casi rayando el alba,
pude liberar al ave en medio de un pedazo de tierra ralba.
Detúveme, abrí mis acalambradas manos,
y, entre tirones musculares, con esfuerzos sobrehumanos,
dejé a la vista aquel animalito en un postrer gesto ufano.
El ave, calma, no se movía en, el de mis manos, el rellano.
A la creciente luz de la aurora pude ver
en toda su elegancia aquel diminuto y delicado ser,
Serenamente, aproximarme a él permitiome sin límite,
aunque dudo que pueda nunca existir alguien que me imite.
A placer pude contemplar el pajarillo y con él deleitarme,
pero llegaba ya el momento de deber, de él, separarme.
Así que elevé mis brazos, el avecilla lo entendió,
y, en eso, a mi ligero impulso, sus alas batió.
Contra el ígneo disco del sol naciente partió volando,
mientras mi corazón y mis ojos se estremecían llorando,
nunca más en ningún lugar aquel bello ser volví a ver
pero, en el fondo, sé que llevé a cabo lo que debí hacer.
La tentación de acaparar aquella belleza superando,
sentí la satisfacción de un padre a sus hijos realizados contemplando,
la vida de los demás tal cual hemos de respetar,
cualquier criatura viva, libre y feliz vale más dejar.
[para disfrutar de la declamación en voz del propio autor de esta obra: http://www.Gerttz.eu/El Lindo Colibrí De Murano (declamación).html]
Gerttz